THOMAS E. RICKS
Tanto George Orwell como Winston Churchill vieron peligrar su vida a mediados de la década de 1930: Orwell por un disparo en el cuello en la guerra civil española y Churchill en un accidente de coche en Nueva York. De haber muerto entonces, la historia apenas les recordaría. Churchill era un político acabado, sospechoso para su clase y para su propio partido, y Orwell era un novelista del que como mucho se habría podido decir que tenía un éxito moderado.
Ambos mantenían una actitud antitotalitaria que no contaba con demasiados partidarios en aquella época. La democracia había quedado desacreditada en muchos círculos y los dirigentes autoritarios, de uno y otro color, estaban, en cambio, al alza. Churchill y Orwell, cada uno por su lado, fueron capaces de ver que lo que se hallaba en peligro era la libertad del ser humano y que, ya fuera comunista o fascista, un Gobierno que negaba a la población sus derechos constituía una amenaza contra la que había que luchar.
Los dos, uno en la arena política y el otro en el campo de las letras, demostraron en los años siguientes estar a la altura de los tiempos. Y aunque Churchill jugó un papel mayor en la derrota de Hitler y el Eje, Orwell creó con Rebelión en la granja y 1984 dos metáforas inmortales sobre los peligros del totalitarismo cuya influencia llega hasta hoy. Sus vidas, las de ambos, fueron un canto al poder de las convicciones morales, y al valor que se requiere para mantenerse fiel a ellas, contra viento y marea.