IGORT
Japón se había convertido para mí en el cofre de los deseos y, sobre todo, en un paraíso para los artistas. Embriagado por las viejas estampas japonesas, me adentré en aquel mundo de símbolos aparentemente sencillos que ocultaba una sabiduría misteriosa. Me había convencido a mí mismo, y a mis editores, de que en otra vida yo había sido japonés. Ellos, ceremoniosos, me habían acogido con una reverencia: «Nosotros, japoneses, estamos felices de trabajar con usted, que a su vez, en otra vida, ha sido japonés.» Adoraba a aquellas personas irónicas y sencillas pero entregadas a su trabajo con un rigor disimulado bajo dulces gestos melancólicos. Me entristecía la belleza antigua de tal o cual casa de madera y papel de arroz que divisaba de tanto en tanto por mi barrio. Evocaba un pasado muy remoto.