ROMERO TALLAFIGO, MANUEL
El testamento de Elcano es un prisma poliédrico y lenticular, inscrito de 7.216 palabras y 30.381 letras. Son voces, pensamientos y trozos cristalinos del alma de Elcano, facetas microscópicas que encarnan el músculo de su personalidad. La lectura minuciosa del facsímil hace pujante a la inercia de la tinta mineral del original del Archivo de Indias. Habla a los ojos y autorretrata al hablante.
El documento se sitúa dentro de la trama envolvente de la escritura, la pluma y el papel en el curso de la vida aventurera de Juan Sebastián Elcano. Se esboza al testador como servidor del rey, buscador de aromas y especias, hombre intrépido, rendido a la caprichosa fortuna e instigador de suculentas expectativas de negocios en las Molucas. Se reviven las manos de papel, pluma, tinta y los salvados secantes que empleó Andrés de Urdaneta en la confección del texto testamentario en uno de los camarotes de la nao Victoria. El que sería luego un gran cosmógrafo y marino del rey Felipe II, a sus 18 años, se destapa ya como buen calígrafo, conocedor de la aritmética y retórica, y criado y discípulo a la vera de su capitán. Elcano se arropa enfermo en su cama de muerte por siete paisanos suyos y encomienda la custodia de su testamento a un segoviano, el contador Iñigo Ortés de Perea. Se hizo un testamento ?de dentro?, largo y prolijo en tres pliegos por todas sus caras, y se encerró, ató y selló en otro ?de fuera? en media cuartilla. Su madre y las madres solteras de sus hijos lo oyeron y releyeron para pleitear con el rey Carlos I, y dos siglos después el testamento se hizo una joya de valor incalculable para los historiadores de los tres últimos siglos.
El testamento que se fechó astronómicamente ?en la nao Victoria, en el mar Pacífico, a un grado de línea equinoccial? dio media vuelta al mundo para llegar a Castilla y también restó un día de su calendario. Elcano es piadoso, teme al Purgatorio, confía en su confesor y en su físico, y se alivia con devociones y obras de misericordia por Guetaria, Guipúzcoa y España. Es familiar y generoso con sus hijos, sus hermanos, sus sobrinos huérfanos y sobre todo su ?señora? madre. Es hombre de pocas deudas pero sólo vivía del mar y los frutos de su comercio. Mercadeó con hierro de Vizcaya y cajas y fardeles de lienzos, papel y abalorios. No disimula estar dentro del círculo de mercaderes de Burgos, cuyo centro eran los banqueros Fugger y Cristóbal de Haro. Elcano vestía bien con jubones de tafetán acuchillado, elegantes sombreros, un buen equipo de camisas y coloridas calzas. Su docena de hilos de manicordio nos llevan a un Elcano envuelto en la música de tambores, trompetas, flautas, y en las alboradas y las zalomas marineras. Leía la esfera terrestre y libros de astronomía en latín, en coloquio con el cosmógrafo real, Andrés de San Martín. Le gustaban sus guisos, asados y fritos y comer bien, con aparejos propios y variados de cocina. Lucía, noble vajilla y una despensa, en su situación un tesoro de trigo, harina, queso y pulpo seco. No le faltó el vino blanco de Jerez y de Ribeiro guardado en barricas y compartido con sus cercanos.
Elcano se quedaría hoy pasmado al ver recogido en una estantería de biblioteca del siglo XXI el momento trascendente de testar en pleno y ecuatorial Pacífico. Aquel 26 de julio de 1526 quedó prendido en la trampa de la escritura